Las roscas
El otro día
escuché que alguien preguntaba cuál había sido la primera receta que hizo en su
vida. No era una consulta dirigida a mí. Pero no pude dejar de indagar en mis
recuerdos. Era habitual que los domingos se hicieran tortas en mi casa. Para
acompañar el mate. Generalmente eran básicas y se les iba cambiando el gusto,
con limón, con dulce de membrillo. También pasta frola y pasteles hechos con Pasta
linda y regados de almíbar, coco y grageas de colores. Pero con ninguna de esas
inauguré mi faceta pastelera. Fueron roscas. De un recetario pasado de una generación
a otra, entre hermanas, tías y abuelas. No sé de dónde mi mamá lo había
obtenido. Estaba escrito a mano, con su letra que es hermosa, a diferencia de
la mía, en un cuadernillo con los rebordes gastados y doblados por el uso. No
recuerdo los ingredientes pero sí que tenía nuez moscada o clavo de olor.
Lamento que mi memoria no me dé la certeza. Eran fritas, doradas oscuras y
luego se les hacía un baño de glasé irregular que las dejaba muy pintorescas.
Crocantes por fuera y tiernas adentro. Tenían un motivo de ser. Era domingo y
día de visita de los soldados que, en esa época, hacían el servicio militar. Mi
hermano mayor. Estaba de campamento y esperaba ansioso nuestra visita. Era afortunado
de tener a su familia cerca. Muchos estaban lejos de ella por varios meses,
adoptando por unas horas a familiares de otros compañeros. Hasta se formaban
parejas con hermanas, primas o amigas.
A la semana de
entrar en la conscripción, palabra que hoy suena anacrónica, un suboficial en
su afán de enseñar el uso de armas, le tiró delicadamente un fusil y le quebró
la muñeca. Una desgracia con suerte. Pocas cosas podía hacer con un yeso que
cubría desde su mano hasta arriba del codo.
La fuente era
grande, todavía los tupper no habían hecho su incursión en el gran mercado.Mucho menos el papel film. Se
cubría todo con un repasador limpio y al final de la tarde ese todo era
transformado en nada. Charlas, algún juego de mesa, besos a hurtadillas con las
novias o esposas y otra vez esperar al próximo y ansiado domingo. Para servir a
la patria. También era habitual convidar a alguno de los oficiales o
suboficiales. Había que quedar bien. En definitiva, era quienes tenían el poder
intramuros durante toda la semana.
Omar Carrasco, el
soldado asesinado en 1994 en el cuartel de Zapala, en Neuquén marcó un hito en
la historia argentina. Un antes y un después. Una trama de encubrimientos,
condenados que tal vez eran inocentes, médicos militares sin investigar. Igual
se llegó a saber más de lo previsto para la época. Tal vez el resultado de la
búsqueda implacable de sus padres que nunca creyeron en un hijo desertor, la
versión oficial de las autoridades castrenses. La sangre inocente serviría para
que el 31 de agosto de ese mismo año, el entonces presidente Menem, derogara el
Servicio Militar Obligatorio. Ya no más roscas.
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