Torta N
La torta N no
existe. Todavía. Su nombre completo sería Torta Negrita. Va a ser un pequeño
homenaje. Sin la sapiencia de Chomnalez o Gross. Ni cerca. Sólo una aficionada
a la pastelería que quiere rendir tributo a un ser espectacular, único. Nunca me
interesó demasiado el chocolate. A pesar de ser muy golosa. Tal vez no me
termina de resultar lo suficientemente dulce, no lo sé. Pero, por su color, es
el único que se me ocurre que podría acercarse a su pelaje. Negro chocolatoso.
Delicioso. En mi ignorancia, aún no determiné si será una mousse, marquise,
brownie, bizcochuelo, budín, tipo galesa o simplemente torta. Yo quiero esto
último. Sin tener la menor idea de cómo, sin tener formación pastelera, hacer
la torta más hermosa y rica del mundo. Muy pretensioso, verdad? No importa, hay
que soñar a lo grande. Total luego la vida se encarga de marcarte los límites.
Negrita era la
perra de la cuadra al 100, calle 19, en Pila. Era de todos y de nadie en
especial. Para mí, que la veía casi todos los fines de semana, era mía. Y yo de
ella. Era mi compañera de salidas. Para hacer las compras, para leer en la
plaza, tomar mate en la zona de los juegos infantiles o simplemente recorrer
las pocas cuadras que circundan el pueblo. Ella me seguía, me esperaba. Y yo no
imaginaba ningún recorrido sin su compañía. Hasta en la última cena en uno de
los dos restaurantes del pueblo estuvo presente. Elegimos una mesa afuera para
que ella también compartiera ese hermoso momento. Me hacía feliz. Nuestras comidas
siempre tenían un plato de reserva que se bautizaba diciendo “esto es para
Negrita”. Omnipresente.
Hasta que
sucedió. Su ausencia era inexplicable. Su ritual de aparecer a primera hora, al
encender el motor o a la llegada por la noche, ya con las estrellas reinando,
se había quebrado. No era posible. Algo había pasado. Y sí. Dicen que la última
vez que la escucharon ladrar fue en la noche de Halloween y que, como tantos
otros, estaba asustada por los cohetes. Y que a la mañana siguiente acompañaba
a una nena y sus amigas hacia el mercado. Que la persiguieron unos perros. Que
se asustó e intentó defenderse cruzando la calle. Y que una camioneta le robó
la vida. Así dicen que fue.
Y el dolor no se
explica, se siente. Porque ella no era una perrita más. Era un ser de luz, a
pesar de ser toda negra. “Negrita” para muchos y hasta me enteré que “Florcita
negra” para algunos que la habían conocido hace varios años atrás. Y le habían
dado de comer en esa cuadra que tomó como refugio. Escapando del maltrato de
los dueños anteriores, que la dejaron a la deriva, sin un ojo, flaca y
embarazada. Pachi, un vecino, se encargó de hacerla castrar, alimentarla y dar
a cuidado los cachorritos que nacieron debajo de un ligustro, el lugar que ella
eligió para parir. Para dar y darse una nueva vida. Ella volvió a nacer. Fue
soberana, aceptaba el amor o simplemente comida si lo circunscribimos sólo a un
alimento. Pero no ingresaba a ninguna casa, el umbral de la puerta era su
límite. Y a su manera, hacía entender que eso era lo que ella quería. Hasta
allí. A pesar de las invitaciones a un cálido hogar en las noches frías. Prefería
el porche de la casa borravino o bajo el árbol de nuestra vereda. Cualquier
intento para que ingresara, evidenciaba un gesto de violencia. No quería. Y
punto. Hasta en eso era única. Me divertía con ella. A veces me quedaba sin
provisiones para compartir. Y varias veces apelé a convidarle unas galletas de
arroz. Aceptó siempre. Sin mucho entusiasmo, a decir verdad. Pero la última
vez, en lugar de rechazar la propuesta gastronómica, era tan sutil que miraba
hacia un costado. Como esperando que yo mejorara la opción. Me daba esa
oportunidad. Y yo no pude más que reírme, imaginando que me decía: “Está bien
que fui maltratada, que sufrí violencia de género o de raza, que soy de todos y
de nadie, que no tengo una casa fija, pero ¿tengo que aceptar eso que me estás
dando que no le gusta a nadie y sólo la compran para hacer dieta o comer sin
culpas? ¿Tanto me pedís?” Imaginé ese discurso y me divertí mucho. La acaricié
y decidí ir por víveres para ambas.
Por eso, para esa
morocha luminosa, quisiera hacer la mejor torta del mundo. La que pueda hacer. ¿Con
chocolate suizo, belga, francés de Costa de Marfil? ¿Lindt, Godiva, Delafée,
Richart? ¿Cuál es el mejor de los latinoamericanos? El ecuatoriano, colombiano, venezolano o brasileño? ¿Pacari, Santander,
El rey, Harald, Hersheys? ¿Cuál sería una marca nacional que me garantizara
calidad y disponibilidad?¿Fénix? ¿En qué proporciones? ¿Cómo lo elaboraré? ¿Cómo
hacer honor a un insumo tan noble como difícil de manipular adecuadamente, que
era llamado el alimento de los dioses por la cultura maya? ¿Cuántas veces
ensayaré la receta? ¿Lograré alguna opción sublime como ella se merecería? Un
gran desafío. El primer ingrediente es un profundo amor. Los demás, los iré descubriendo.
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