Kilos por amor
Ella podría
llamarse Salka, Mariem o Fatimetou. Eso no importa. O tal vez, sí. Nació en
Mauritania, cuya capital Nuakchot tiene dos mezquitas imponentes, una saudí y
otra marroquí a las que no se puede acceder si no se es musulmán. Camina al
lado de su hermano y lleva en su bolso arroz, manteca y un kilo de pollo.
Pagaron 1400 ouguiyas por todo. Algo así como 42 pesos. El sol es abrazador,
pleno diciembre, reinado de las tormentas de arena. Se siente bien, su familia
está contenta. Pudo engordar 10 kilos rápidamente. Su madre no quiso enviarla a
la granja de engorde, una especie de feed
loot para niñas y adolescentes. Es una práctica ancestral que se llama leblouh. Su amiga Lalla fue y no la pasó
nada bien. Al menos cuatro raciones diarias de una preparación que combina ciertos
ingredientes infalibles: leche de camella, mijo, mantequilla y agua. Y nada de
protestar. Ante la negativa de abrir la boca, puede haber apremios como torcer las falanges
de la mano hacia atrás, presionar los dedos de los pies con dos palillos o
hacer ingerir el propio vómito, entre otras delicias del cuidado. El objetivo
se cumplió. También engordó y fue devuelta a su hogar en condiciones
casamenteras. Los hombres las prefieren obesas. Y responder a ese ideal de
belleza es asegurar en gran parte un buen casamiento. Había de muchas edades
pero desde los 10 años en adelante el camino es casi inexorable. Ya a los 13 se
puede ser esposa. También hay muchos divorcios pero ese es otro tema. Aunque
los tiempos están cambiando. Esas costumbres aún muy arraigadas en las zonas
rurales van siendo desestimadas en las zonas urbanas y escolarizadas. Según
UNICEF, dos de cada cinco mujeres mauritanas nunca fueron a la escuela. La
existencia de las granjas había sido progresivamente eliminada a través de un
lento trabajo de concientización por parte del gobierno. Se prevenía sobre los
efectos secundarios y perjudiciales de la obesidad: hipertensión, diabetes, problemas
articulares. Pero la dictadura que sobrevino en 1980 reinstauró las viejas
prácticas. Ella, a quien podríamos bautizar Fátima, lleva una melhfa de color azul que tapa casi todo
su cuerpo. Son cinco metros de tela que envuelven sabiamente su cuerpo casi
virgen. El casi es porque tampoco pudo escapar de otra tradición tan antigua
como dolorosa, la ablación. Recuerda poco pero podría resumirse en sangre y
gritos acallados por otras mujeres. Una ceremonia que mutiló gran parte de su femineidad
y su goce sexual futuro. Cumplía 6 años y ya desde antes no quería llegar a ese
día. Pero ya pasó. Ahora sí está en total condiciones para lograr un buen matrimonio.
Mutilada y obesa. Su madre la ayuda a mantener su volumen. Le compra en la
farmacia unas pastillas que aseguran su belleza, son casi mágicas y prontamente
se recuperan los kilos que se pudieran haber ido. Sólo cuestan entre 11 y 33 pesos pero
esta vez compró para su hermana menor, Mariam, muy delgada. ¿Algo peor podría
pasarle en una sociedad en donde el ideal de belleza es ser rolliza? A diario,
su padre le dice que parece enferma, que coma, que deje de dar una imagen de
pobreza y marginalidad, que lo avergüenza y le da pena. Pero Aicha, la mayor de
la familia la consuela. Le dice que aún es muy joven y que los tiempos están
cambiando. Que cada vez más se aceptan más otras formas femeninas. Que ya muchos
hombres, generalmente con mayor instrucción y habitantes de zonas urbanas,
están prefiriendo otro estilo de mujer. Y eso se condice con estadísticas
actuales que establecen que en las ciudades sólo un 7% de la población femenina
es engordada mientras que en las zonas rurales el porcentaje llega al 75%.
Fátima, Mariam,
Aicha y tantas más. Tanto sufrimiento, tanta violencia en nombre del amor. ¿Del
amor?
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