Peixe porteño
El olor era a peixe. Ni a pez ni a pescado. El poder
evocador de los aromas me llevó inmediatamente a Buzios, Río, Bahía, Porto
Seguro, Joao Pessoa o Floripa al sur. No importa cuál. Playas extensas,
doradas, de baja densidad, aguas cristalinas, calientes e infinitas. Una o dos jangadas como puntos negros bamboleantes
allá en el horizonte. Y unas barracas con techo de palmeras y el cartel que hasta
parece luminoso y convoca: “peixe frito”.
Crocante, sabroso y carnoso. El sol me guía
hasta ahí. Camino, camino y sigo el olor. Pero hay un semáforo y cruzo por la
senda peatonal, listones blancos, muchos autos y ruidos. Las telas me rodean y
estoy en Azcuénaga y Lavalle de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Y despierto
y miro alrededor tratando de identificar un lugar por el que he pasado miles de
veces. Pero leo para que las referencias sean concretas, “Santista workwear” y
pasa un móvil policial, el 6215 que seguramente va a la comisaría 7ª, levanto
la vista y el cartel gigante de American Cotton y justo en la esquina Centro
del Once, romanas, cortinas, rollers y tafeta todos los colores, oferta jeans
elastisados (sí, así está escrito) y por último oferta gabardina blanca y negra
a $27.99. Ya en la vereda giro y observo en 360 grados y entonces nada de
playa. Calor sí. Pero de cemento y chapa. El viaje olfativo duró poco. Aterrizaje
abrupto y forzoso. Pero sigo. A la derecha, un vendedor de anteojos, cincuenta
pares de sol y otros tantos de aumento. Él en cuclillas. Dos mujeres se
detienen, eligen uno de armazón colorado. Prueba en espejo circular de marco
plástico. No. No hay compra. Enfrente, con birrete blanco y turquesa otro
ofrece tijeras y alicates. Muchos modelos. Está sentado en el borde de una
vidriera. Absorto en lo que escucha con sus auriculares. A una cuadra la
Avenida Corrientes convoca y allí voy. Vertiginosa, con densidad humana vibrante.
Comercios, cafés, cines y teatros. Casi
llegando a Uriburu, un local vende todo
para el pelo y los peluqueros. Conozco el lugar, su dueño armenio murió hace un
año inesperadamente. Tenía 63 años y tres hijos. Shampoo
Loreal de un litro a $565 pesos. También hay Alfaparf. Todos buenos y caros.
Salgo. En la esquina de Aníbal Troilo hay un puesto de flores para recomendar. Las
que se compran allí duran. Yerberas o licianthus a $30. Son las más frescas que
tienen. También hay margaritas y rosas rojas casi marchitas. Se atraviesa
Callao y a dos cuadras, frente al puesto de mates personalizados, en el piso de
un oscuro palier y a modo de ofrenda se amontonan un blazer sucio y raído, una
bolsa anaranjada y un alfajor sin abrir y aplastado. El caracol humano no se
ve. Allí dejó su herencia. Avanzo un poco más y un joven desquiciado,
entendiendo las limitaciones de ese adjetivo, se pone delante de unos turistas
que intentan fotografiarse. Ellos ríen. Entonces él se corre y sigue caminando
hasta la puerta de Havanna. Y ahí aprovecha y le hace una burda zancadilla a un joven que sale. Porque sí. O por razones desconocidas por esta observadora circunstancial. El
sorprendido tambalea, se incorpora, gira, increpa, busca alguna explicación coherente y hasta tal vez una disculpa. No hay nada de eso del otro lado. Sólo signos de calle y
ganas de ring side. Se miden. Parecen
dos gallos en riña. Yo sigo porque parece que va para largo y que se viene la
confrontación. Me quedo con la duda. Pero unas cuadras más adelante, el adolescente
havannero, pasa corriendo en zigzag, esquivando al mundo entero. Miro atrás para
buscar la causa. Veo mucha gente pero no a quien quisiera, al chico
desquiciado. Me lo imagino tirado, atacado. Pero no lo sabré nunca. Continúo y
el obelisco sigue imponente como siempre. Sin manifestaciones ni piquetes hasta el momento. Atravieso Carlos Pellegrini, bordeo el Café
de la Ciudad y ya no es peixe sino mozzarella la que se agita en el aire, “La rey” pizza al corte
anuncia el letrero. Nunca entré ni lo haré en esta oportunidad. Es mediodía y casi
llego a destino. Viajé mucho hoy. En pocas cuadras, playa, cemento y peixe porteño.
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