El osobuco enamora
La pregunta fue simple: ¿qué tenés ganas de
comer? A las 23.30hs de un día cualquiera. No tenía deseos de algo en especial
y pensé en la heladera y lo poco que había de compatible entre lo disponible y
mi fantasía. Entonces evoqué un almuerzo en el restaurante del Museo Evita. Y
ahí le respondí a mi amado: osobuco al malbec. Y le narré mi experiencia
gastronómica hacía ya varios inviernos.
La palabra proviene del italiano ossobucco que traducido es hueso con
agujero. No es un corte top, muchos tal vez nunca lo hayan probado en su vida.
Como mi amiga Sandra que sólo come carne de vaca pero a sus casi cuarenta años no
tiene ningún interés de probar “eso”. Eso con lo que mi madre hacía el puchero.
Una comida tan simple y casi en extinción. Por supuesto que siempre hay
variantes y las preparaciones de cada hogar bien pueden responder a “cada familia
es un mundo”. También en lo culinario. Volviendo entonces a la práctica de mi
mamá, la frecuencia podía ser de semanal a diez días, con batata, papa,
calabaza, choclo y verduras pequeñas que luego se separaban para hacer sopa:
perejil, ajo, zanahoria rallada, apio. Los fideos soperos podían ser dedalitos,
moñitos o cabello de ángel pero el más solicitado eran los llamados municiones.
Y ahí me pregunto si también tendrán en su nombre bautismal la marca de los
inmigrantes panaderos anarquistas. A ellos les debemos las denominadas bombas,
cañoncitos, bolas de fraile, etc. No lo sé, se me ocurrió ahora porque a la
distancia, me resulta extraño ese nombre para un diminuto e inocente fideo. Trato
de rastrear su origen pero google sólo
me devuelve recetas varias y una información concreta a través de la empresa
que lo fabrica –Terrabusi- y es que una porción tiene 272 calorías. En mi casa
tengo un paquete de la fábrica olavarriense Aitala, fundada en 1913. Allí dice
que son de sémola de trigo candeal y tienen 355 los 100grs. No es la data que
busco pero tampoco quiero que el árbol tape el bosque. Yo estaba hablando del
osobuco que es, en definitiva, la parte del garrón de la vaca, el extremo
inferior de las patas. El corte es circular, con un hueso que en el centro alberga
al tuétano. Algo que si la cocción es muy prolongada, se desprende del fósil
contenedor. Y hay que tener cuidado que no se desarme del todo y no pueda
comerse untándolo en una rodaja de pan o tostada. Mi abuelo materno José, que
era quien hacía las compras domésticas, se aseguraba que cada una de sus hijas,
incluída mi mamá, tuviera sin pelear su huesito caracú. Huesito caracú también
fue una obra de Hugo Midón cuyo personaje principal era caracterizado como
“duro por fuera pero blando por dentro”. Una de las pocas infantiles que fui a
ver con mis sobrinas. Todavía eran chicas, llegamos corriendo al teatro con el
temor de que nos cerraran las puertas en la cara. Pero zafamos y respiramos ya
una vez en la butaca. Dios mío qué griterío, el mundo infantil me era casi
totalmente desconocido. Tan así que quedé sorprendida y maravillada que, de un
bullicio potenciado a la enésima potencia se pasó a un absoluto y expectante
silencio cuando se apagaron las luces y el escenario abrió sus fauces. En un
segundo no volaba ni una mosca. Pero volvamos a la preparación culinaria que
nos convoca hoy. Es un clásico de la comida italiana, especialmente de Milán y
su guarnición más habitual es el arroz. Lleva mucho tiempo de cocción,
alrededor de dos horas. Doña Petrona, la
Julia Child argentina no lo usaba para el puchero, ahí utilizaba falda. Pero sí
lo tenía como un plato aparte, al estilo milanés. Los tiempos han cambiado y
ese corte casi ninguneado recobró protagonismo en los menúes de los
restaurantes más selectos. Hasta de la mano de Dante Liporace, el representante
porteño de la comida molecular, inventó el capuccino de tuétano. Todo un
desafío probarlo. Animarse a más habrá pensado su creador en su reducto de San
Telmo. Comida de laboratorio con tantos detractores como defensores. Pero
volvamos a esa noche casi madrugada de la pregunta casi del millón y mi
respuesta osobuco al malbec. La cena era la prevista y fue pollo con ensalada y
flan light de postre. Para mi todo había terminado ahí, recordando el restó del
Museo Evita que ya no lo tiene en su carta ¿por qué Ramiro Solís? Veinticuatro
horas después, post oficina, llego a casa deseando tener una cuenta bancaria
abultada y disponer de mi tiempo para el ocio y nada que implique cumplir
horarios de encierro. Desensillo como dicen en el campo y él me dice, “te voy a
hacer tu plato preferido, no sé si te va a gustar porque lleva vino y además canela,
naranja y limón”. Escuché la receta y le dije, “me encanta”. Una respuesta tan
espontánea como el silencio que me produjo tres horas después probarlo.
Delicioso. Con puré de batatas caramelizadas. Continúo absorta en la
degustación. Entonces él, que estaba a mi lado y que era para mi el mejor chef
del mundo en ese momento me confiesa: “te lo hice porque quiero que te enamores
de mi”. No dejo de comer. No digo nada. Y entre la felicidad y el espanto
pienso: ¿cómo no amar al osobuco? ¿Cómo no amarlo?
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