Las recetas de la vida
El libro es “Elogio
de la cocina” y su autora, Cristina Bajo. Me fascinó su estética. También quien me lo regaló, aunque todavía no me lo dedicó. Voy por la mitad y es algo pesado
y grande para transportar. Pero a veces, me hago la valiente y la forzuda y lo llevo
con la burda esperanza de poder leerlo plácidamente en el subte. Siempre
resulta ser una utopía en un transporte en donde apenas se puede respirar sin
sentir el aliento de algún otro pasajero a centímetros nuestro. La escritora
cordobesa invita a un paseo por su infancia, escarba la olla de la memoria y
nos lleva de la mano a pasados remotos. También aporta recetas propias o de
amigos. Lo interesante no es el cómo hacerlo sino la circunstancia de su
elaboración, con quién se compartió o a quién se rememora con ese plato
especial. Y como siempre, las lecturas nos interpelan, nos ponen el anzuelo para
hacer un flash back por degustaciones pasadas. Los recuerdos son tan
escurridizos como azarosos. Aparecen los que quieren y como quieren. Soberanos
y erráticos. Acá va uno: mucho frío, invierno cruel y crudo. Sin gas natural ni
estufa. Bucólico campo. Cocina a leña alimentada a leña y marlos de choclo y
todos sentados alrededor. Mate y sobre las plancha de hierro crepitante,
pedazos de queso de rallar. Brevemente derretidos, como sellados y a la boca.
Algo así como mini provoletas caseras. Otro más, puchero, una vez por semana
generalmente. La fuente en el centro de la mesa y la lucha con mis hermanos por
los osobucos pero más que nada por el tuétano que comíamos con pan. La cocción
hacía que muchas veces se liberaran del hueso y se escondieran detrás del
puerro, zapallo o papa. Mi tío lo untaba a las tostadas. Más hacia acá en el
tiempo, aparece el postre preferido de mi mamá, el imperial ruso. Un asco para mí.
Lo probé por primera vez cuando mi hermano cumplió quince años y apenas mordí
la crema de manteca y almendras, mi cuerpo necesitó exorcizarse. Debut y
despedida. Me enteré hace muy poco, que se inventó en la confitería El Molino.
Sí, esa edificación bellísima y abandonada que está en la esquina del Congreso
nacional, en Callao y Rivadavia. Imposible no verla, aunque esté camuflada
detrás del hollín capitalino y la desidia. También recuerdo a mi papá en la
cocina. Si por algún motivo, muy excepcionalmente, llegábamos tarde a la noche con
mamá, él había tomado el mando de las sartenes y se mandaba su clásico papas
fritas y huevo. Todos felices. A eso se le sumaba su expertise en asados domingueros. Le podría adicionar también un rol
de ayudante para la mise en place.
Hasta el día de hoy, en que su movilidad está reducida y es bueno que ejercite
la motricidad fina, prepara ensalada de frutas y ralla las verduras como nadie.
Porque es mi papá jajaj Y en la línea masculina, puedo continuar con mi abuelo
José, cuyo plato preferido era la sopa y le gustaban la leche, los langostinos
y tomar un trago de fernet luego de la cena. A veces, intuía yo, a escondidas
de mi abuela.
Para los
cumpleaños, de tíos, primos o nuestros, los pasteles de membrillos de mami eran
esperados por todos. Pastalinda y masa hojaldrada con manteca. Diría sin
fanatismos, los mejores que he probado en años. Con almíbar y grageas o coco.
También son famosos sus alfajores de maicena.
La cocina es el
registro del amor y del desamor. De las familias que crecen y de las que
desaparecen o se achican. Tal vez preguntarnos para quiénes cocinamos defina en
dónde estamos, con qué entorno, a quién hemos perdido o se unieron a
nuestra vida. Suena a balance de fin de año, el de las sillas vacías, el de los
ausentes presentes. O también puede ser que los asientos no alcancen y viva la
reproducción y la sumatoria! Y así, en el recorrido de nuestra infancia,
adolescencia y adultez, están también esos platos que improvisamos en nombre del
amor. Para seducir y para cumplir con el cliché
de supuesta arma de seducción. Aunque si
de algo estoy segura, y son muy pocas cosas sobre las que tengo seguridad, es que
no hay receta para ese milagro. Puede acontecer con unos fideos recocinados
o con la mejor fórmula gourmet. ¿Quién conoce los designios de Cupido? Hasta
Donato la pifió cocinándole por primera vez a su mujer, pastas al nero de sepia. Algo que ella detestaba.
El subtítulo del
libro que me trajo a estas reflexiones es “recetas con historia” ¿Puede haber
alguna sin ella? Sólo basta abrir el arcón de los recuerdos. Y rememorar con el
corazón y las papilas.
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