Borges vive


El hombre que amaba los laberintos y los tigres: “En mi vida siempre hubo tigres”. El que fue un simple empleado administrativo y director de la biblioteca nacional estando ciego. Paradojas del destino. Los amores le fueron esquivos. Hasta, se dice, tuvo ideas suicidas por alguna decepción. Se casó dos veces. No tuvo hijos. Viajó y fue conferenciante de las más altas casas de estudio en el mundo. Se dice que solía animarse con un poco de alcohol, para enfrentar los primeros momentos de toda exposición pública. Controvertido. Rechazado políticamente o políticamente incorrecto. Su plato preferido era el arroz con queso y manteca. Y eso pidió cuando fue invitado a cenar a Maxim´s, en París. Tal vez incomprendido hasta por él mismo. Tan porteño como cosmopolita. Ya no es sólo argentino. Su pluma conquistó el mundo. Y es más allá de cualquier frontera. Y es, para cada uno que quiera “apresarlo”, siempre una incógnita, un enigma a descifrar.
Un 14 de junio de 1986 murió y fue enterrado en Ginebra sobre la que escribió: “De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el curso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad”. Y allí está “eso” que no es él. Porque Borges vive en cada línea de su obra, que siempre ilumina y desafía toda certeza de entendimiento: “No hay un solo hombre que no sea un descubridor. Empieza descubriendo lo amargo, lo salado, lo cóncavo, lo liso, lo áspero, los siete colores del arco y las veintitantas letras del alfabeto; pasa por los rostros, los mapas, los animales y los astros; concluye por la duda o por la fe y por la certidumbre casi total de su propia ignorancia”.

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