Los objetos que nos siguen

Hace muy poco Francis Mallman, el cocinero devenido casi en poeta -o al menos así lo considero yo-, escribía sobre la importancia de los objetos. En su caso, obviamente, los referidos a la cocina. Me gusta una palabra muy particular que utiliza, perol. Porque me resulta extraña. En su sonido, en su significado. Y también porque nunca tuve ese cacharro en mis manos. Ahí busqué su significado y según la Real Academia Española es una vasija de metal, de forma semejante a media esfera, que sirve para cocer diferentes cosas. Definitivamente ajena a mi mundo. Por ahora. Como anzuelo para la reflexión, pensé qué objetos me acompañan desde siempre. Si eso fuera posible. Muchos se , tomaron caminos divergentes. A veces, decididamente expulsados a la basura. Otros se extraviaron de manera ajena a mi voluntad. Pero muchos de ellos, siguen adheridos a mi existencia. Aquí va mi flash back.
Un cucharón de bronce que pocas veces cumple su función. No hago sopa frecuentemente. Es muy bello y desde que me mudé para vivir sola, aunque tal vez siempre lo estuve sin haberme mudado, me acompaña. No recuerdo haberlo elegido ni que mi mamá me lo legara protocolarmente. Oficialmente, ha sido mi martilllo en todos los departamentos en los que viví. Excelente para domar todo tipo de clavos. Avanti los cuadros o lo que se quiera colgar. Me enteré hace poco que fue un regalo de casamiento a mi progenitora, de mi tío abuelo, José. No lo conocí o no lo recuerdo. A su mujer, sí. Se llamaba Dominga y, a expensas de que su marido era el carnicero del barrio, se daba el lujo de tirar todas las milanesas que sobraran en cualquier comida. Despilfarradora diría mi abuela María que guardaba bajo llave las frutas secas que quedaban de un año a otro. Claro, ella vivió la crisis del  ´30 en donde se buscaban con ansias las migas de pan que quedaban en el fondo de las bolsas de algodón, colgadas en las despensas. El resultado fue siempre el mismo por mucho tiempo. Vacías. Y ella y su familia, es decir, mi abuelo Pierino y mis tíos, llenos de hambre. Tal vez eso los impulsó a trabajar desenfrenadamente. El oficio era ladrilleros, una actividad paupérrima. Hasta hoy. Aunque supieron avanzar y capitalizarse. Sangre, sudor y lágrimas. Pero no era el Cid. Cuando llegó mi padre, la situación era algo más confortable. No por eso escapó al trabajo infantil. Aunque con impostergable escolaridad básica.
Un abrelatas oxidado y pequeño. Nada de los grandes y que perforan la lata girando. No, esos pequeños de no más de cinco centímetros que hincan su único diente en el metal. Muy efectivo e imprescindible. Su dueña anterior era mi tía Delia. Mi segunda madre. Y a veces primera. No tuvo hijos biológicos, lo fuimos sus sobrinos. Día a día extraño su locura infantil, su capacidad de juego. ¡Qué no cocinaba! Raviolones, buñuelos de manzana, crepés flambeados. Nos gustaba divertirnos juntas. Le mentíamos a mi abuela. Nos mandaba a comprar mercadería y camuflábamos en la cuenta algún chocolate de taza que luego comíamos a escondidas. Tenía otro sabor, el de la travesura. Además, no había tickets y el almacenero hacía unas cuentas ilegibles en el mismo papel de envolver el fiambre o directamente anotaba la deuda comestible en un cuaderno espiralado y a cuadros.
Una olla vaporera. De los objetos enumerados, lo más nuevo. Llegó junto con el amor. Era de él y ahora es de ambos. Fue adquirida en una ferretería. No había bazares en ese pequeño pueblo. Vivió ahí por cuestiones laborales por más de un año. Tal vez treinta cuadras era el perímetro de toda la localidad. Arboles, canto de pájaros, patio con hortensias gigantes y gallinas vecinas que venían en busca del pan que desmenuzábamos y les convidábamos. Había muchas batarazas, una de ellas ciega que, por su propia discapacidad, atravesaba la puerta de la cocina y llegaba a nuestra mesa. Esa supuesta irreverencia, avergonzaba a su dueño que venía exclusivamente a buscarla y disculparse especialmente. Yo adoraba a esa que era diferente. Y la hacía merecedora de los bocados más generosos.
Una cafetera Volturno. Bellísima, blanca y del tamaño más pequeño. Para tres express. Me había gastado casi todos los euros. Literalmente. Pero no tenía ninguna intención de traer ninguno de regreso al país. Algo así como tirar la casa por la ventana. Caminaba mis últimas horas en Roma y la descubrí en una coqueta vidriera. Dicen que todo entra por los ojos y además, había probado el sabor especial que deparaba la pequeña máquina. Sería mía y lo fue. Debo decir que no es de uso cotidiano pero aún baño su cuerpo de metal con café también italiano. El aroma, el revival de estar en ese pequeño hotel de Siracusa. Sicilia. Tan simple como intensa. Cómo no extrañar los cannolis,  el licor de pistacho, los tomates de verdad y las sardinas recién sacadas del Jónico.
Seguramente hay muchos más pero la selección y los recuerdos son siempre caprichosos y azarosos. Parte de mi pasado y mi presente en cuatro objetos de cocina.


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